Benjamín Disraeli
Era un torneo juvenil de ajedrez, a nosotros nos albergaron en un Colegio Militar. A nuestros ojos inocentes se nos hizo emocionante tal situación, aprendimos para la vida.
Ellos, los militares uniformados trataban de mantener seriedad, siempre con pasos marciales daban diversas instrucciones. Eran días en que los cadetes habituales estaban de vacaciones.
Sólo nos pedían orden y disciplina. Las luces se apagaban a las 10 pm. Fue una gran sopresa ver y estar en los baños donde los retretes tenían divisiones menores, sin puertas; osea, todos se veían las caras.
Toda su infraestructura era distinta a lo habitual. Duchas al aire libre, sin divisiones, una al lado de la otra. Me llene de vergüenza al sentir a los demás desnudos. Mientras me duchaba pensaba que todos tenían las misma emociones que yo, que pocos podrían controlarlas, y que yo debía controlarlo.
Comencé a caminar de modo normal, y me di cuenta que todos alzaban la mirada, que nadie procuraba mirar hacía abajo. Eso me enseño a dominar esos nervios. La vergüenza está en el que mira, en el que pierde el equilibrio de la sobriedad, en los temores.
Todos eras igual ahí dentro, tapaban sus camas y ordenaba sus cosas en los casilleros asignados. Percibí cómo el ambiente condiciona al “yo” de cada persona. .. y cómo evolucionan en el tiempo posterior, con experiencias semejantes. Hacer las cosas en el tiempo y lugar exactos, tal como tiene que ser.
En el desayuno nos repartían de a 8 por cada mesa. Escogíamos quien repartiría ecuánimemente todo; en realidad, repartir era desventajoso, el que repartía se quedaba con el último plato. La peor presa. Cada uno de nosotros se sometía a las reglas. Siempre un militar cerca vigilaba nuestras torpezas.
Quizá el castigo latente era que nos expulsen del torneo de ajedrez y que no nos dejen jugar por indisciplina.
Estando ahí, pensaba en “La Ciudad y los Perros” (Vargas Llosa), los alumnos nuevos tratados como perros, tenían que hacer caso a todos los demás. Todo parecía una jaula, edificaciones grandes, un patio, las órdenes a gritos. Jóvenes encerrados supuestamente para que aprendan a “ser más hombres”, sometidos a disciplinas y sacrificios, además de la enseñanza condicionada a no poder salir los fines de semana.
Creo que lo peor para ellos era la abstinencia. Pensaba en esos baños sometiéndolos a tentaciones, a abusos sexuales. Estar dentro pensando en la amada que podrías estar afuera.
Castigos como: “6 puntos menos o ángulo recto"; la mayoría elige el segundo, colocando el cuerpo a 90º y recibir un pelotazo en el trasero”, y en otras ocasiones fuertes patadas.Pienso en la astucia de cada estudiante en busca de burlar la autoridad, en rebeliones constantes, en el aceptar sus fuerzas, en el fortificarse…
Nadie se mira los “pipís” recordando las frase:
“¿Qué me mira Cadete, quiere que le regale una fotografía mía calato?;
¡ a mí sólo me mira mi mujer y mi sirvienta!
Un bus nos recogía a las 10:30 am., después de desayuno. Y nos traía de vuelta a las 8:00 pm. , antes de la cena. No podíamos salir por la noche, eso era lo malo. Conversábamos muchos con luces apagadas. En las oscuridad la voz adquiere una sonoridad especial. Esos diálogos sin luz nos permitían conocernos, sin vernos.
“Nada revela tanto el carácter de una persona
Todo eran pitos con el silbato. Pitidos para levantarse, para desayunar, paras salir del comedor, para salir de la escuela militar. Uno se queda prendado del valor del tiempo y el rigor.
Quedan frases en mi mente, voces como:
-Tienen 20 min para ducharse y asearse
-30 minutos para desayunar, cenar.
-apagado de luces (anunciando pocos minutos para su ejecución)
Nos permitían el uso de la piscina, de las mesas de billar, de las mesas de ping pong. Y hasta nos ofrecían rutinas de entrenamiento para los que quisieras voluntariamente acudir a ellas.
Fueron sólo 4 noches y 4 días cual si fueran vacaciones, viviendo algo distinto, sintiéndonos militares sin serlo.